Ser cabeza de familia, ser un profesional, ser estudiante,
ser catequista, ser animador, ser salesiano
cooperador con promesa o ser aspirante a
salesiano cooperador, hoy en dia es una gran responsabilidad porque donde vayas
estarás rodeada de personas y esas personas siempre mostraran su educación y
sin duda alguna tendremos que ser guias en nuestro entorno, esa es nuestra
misión desde que asumimos ser Salesiano Cooperador, así nos mostró Don Bosco y
así debemos de ser.
En alguna parte dice Graham Greene que «ser humano es
también un deber». Se refería probablemente a esos atributos como la compasión
por el prójimo, la solidaridad o la benevolencia hacia los demás que suelen
considerarse rasgos propios de las personas «muy humanas», es decir aquellas que
han saboreado «la leche de la humana ternura», según la hermosa expresión
shakespeariana. Es un deber moral, entiende Greene, llegar a ser humano de tal
modo. Y si es un deber cabe inferir que no se trata de algo fatal o necesario
(no diríamos que morir es un «deber», puesto que a todos irremediablemente nos
ocurre): habrá pues quien ni siquiera intente ser humano o quien lo intente y
no lo logre, junto a los que triunfen en ese noble empeño. Es curioso este uso
del adjetivo «humano», que convierte en objetivo lo que diríamos que es
inevitable punto de partida. Nacemos humanos pero eso no basta: tenemos también
que llegar a Serlo. ¡Y se da por supuesto que podemos fracasar en el intento o
rechazar la ocasión misma de intentarlo! Recordemos que Píndaro, el gran poeta
griego, recomendó enigmáticamente: «Llega a ser el que eres.» Desde luego, en
la cita de Graham Greene y en el uso común valorativo de la palabra se emplea
«humano» como una especie de ideal y no sencillamente como la denominación
específica de una clase de mamíferos parientes de los gorilas y los chimpancés.
Pero hay una importante verdad antropológica insinuada en ese empleo de la voz
«humano»: los humanos nacemos siéndolo ya pero no lo somos del todo hasta
después. Aunque no concedamos a la noción de «humano» ninguna especial
relevancia moral, aunque aceptemos que también la cruel lady Macbeth era humana
—pese a serle extraña o repugnante la leche de la humana amabilidad— y que son
humanos y hasta demasiado humanos los tiranos, los asesinos, los violadores
brutales y los torturadores de niños... sigue siendo cierto que la humanidad
plena no es simplemente algo biológico, una determinación genéticamente
programada como la que hace alcachofas a las alcachofas y pulpos a los pulpos.
Los demás seres vivos nacen ya siendo lo que definitivamente son, lo que
irremediablemente van a ser pase lo que pase, mientras que de los humanos lo
más que parece prudente decir es que nacemos para la humanidad. Nuestra
humanidad biológica necesita una confirmación posterior, algo así como un
segundo nacimiento en el que por medio de nuestro propio esfuerzo y de la
relación con otros humanos se confirme definitivamente el primero. Hay que
nacer para humano, pero sólo llegamos plenamente a serlo cuando los demás nos
contagian su humanidad a propósito... y con nuestra complicidad. La condición
humana es en parte espontaneidad natural pero también deliberación artificial:
llegar a ser humano del todo —sea humano bueno o humano malo— es siempre un
arte.
A este proceso peculiar los antropólogos lo llaman neotenia.
Esta palabreja quiere indicar que los humanos nacemos aparentemente demasiado
pronto, sin cuajar del todo: somos como esos condumios precocinados que para
hacerse plenamente comestibles necesitan todavía diez minutos en el microondas
o un cuarto de hora al baño María tras salir del paquete... Todos los
nacimientos humanos son en cierto modo prematuros: nacemos demasiado pequeños
hasta para ser crías de mamífero respetables. Comparemos un niño y un chimpancé
recién nacidos. Al principio, el contraste es evidente entre las incipientes
habilidades del monito y el completo desamparo del bebé. La cría de chimpancé
pronto es capaz de agarrarse al pelo de la madre para ser transportado de un
lado a otro, mientras que el retoño humano prefiere llorar o sonreír para que
le cojan en brazos: depende absolutamente de la atención que se le preste.
Según va creciendo, el pequeño antropoide multiplica rápidamente su destreza y
en comparación el niño resulta lentísimo en la superación de su invalidez
originaria. El mono está programado para arreglárselas sólito como buen mono
cuanto antes —es decir, para hacerse pronto adulto—, pero el bebé en cambio
parece diseñado para mantenerse infantil y minusválido el mayor tiempo posible:
cuanto más tiempo dependa vitalmente de su enlace orgánico con los otros,
mejor. Incluso su propio aspecto físico refuerza esta diferencia, al seguir
lampiño y rosado junto al monito cada vez más velludo: como dice el título
famoso del libro de Desmond Morris, es un «mono desnudo», es decir un mono
inmaduro, perpetuamente infantilizado, un antropoide impúber junto al chimpancé
que pronto diríase que necesita un buen afeitado... Sin embargo, paulatina pero
inexorablemente los recursos del niño se multiplican en tanto que el mono
empieza a repetirse. El chimpancé hace pronto bien lo que tiene que hacer, pero
no tarda demasiado en completar su repertorio. Por supuesto, sigue
esporádicamente aprendiendo algo (sobre todo si está en cautividad y se lo
enseña un humano) pero ya proporciona pocas sorpresas, sobre todo al lado de la
aparentemente inacabable disposición para aprender todo tipo de mañas, desde
las más sencillas a las más sofisticadas, que desarrolla el niño mientras
crece. Sucede de vez en cuando que algún entusiasta se admira ante la habilidad
de un chimpancé y lo proclama «más inteligente que los humanos», olvidando
desde luego que si un humano mostrase la misma destreza pasaría inadvertido y
si no mostrase destrezas mayores sería tomado por imbécil irrecuperable. En una
palabra, el chimpancé —como otros mamíferos superiores— madura antes que el
niño humano pero también envejece mucho antes con la más irreversible de las
ancianidades: no ser ya capaz de aprender nada nuevo. En cambio, los individuos
de nuestra especie permanecen hasta el final de sus días inmaduros, tanteantes
y falibles pero siempre en cierto sentido juveniles, es decir, abiertos a
nuevos saberes. Al médico que le recomendaba cuidarse si no quería morir joven,
Robert Louis Stevenson le repuso: «¡Ay, doctor, todos los hombres mueren
jóvenes!» Es una profunda y poética verdad. Neotenia significa pues
«plasticidad o disponibilidad juvenil» (los pedagogos hablan de educabilidad)
pero también implica una trama de relaciones necesarias con otros seres humanos.
El niño pasa por dos gestaciones: la primera en el útero materno según
determinismos biológicos y la segunda en la matriz social en que se cría,
sometido a variadísimas determinaciones simbólicas —el lenguaje la primera de
todas— y a usos rituales y técnicos propios de su cultura. La posibilidad de
ser humano sólo se realiza efectivamente por medio de los demás, de los
semejantes, es decir de aquellos a los que el niño hará enseguida todo lo
posible por parecerse. Esta disposición mimética, la voluntad de imitar a los
congéneres, también existe en los antropoides pero está multiplicada
enormemente en el mono humano: somos ante todo monos de imitación y es por
medio de la imitación por lo que llegamos a ser algo más que monos.
Continuará............................
Continuará............................
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